Ultimas Noticias | Jueves 17 de Julio de 2008 | |
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La publicidad recubre el mundo: un abuso antidemocráticoDicen que la publicidad es indispensable. Que sin ella el mundo se muere, se despelotan los mercados, los ricos no saben si un Ferrari es mejor que un Mercedes y los pobres cuál marca de hojuelas de maíz tostadas es la más conveniente. Admitamos que, en este mundo capitalista en decadencia, todo ello sea cierto. Admitamos que los productores diligentes y los comerciantes virtuosos necesitan informarnos de lo que están produciendo o importando. Admitamos que, sin publicidad, el mercadeo se queda ciego. Lo que sin embargo no es posible admitir es el nivel de invasión a que ha llegado la publicidad en nuestras ciudades. Deténganse por un momento y fíjense en lo que para todo ciudadano ya se ha vuelto costumbre diaria, paisaje normal, ambiente corriente, y que, por lo tanto, se escapa de nuestra atención. Se nos ha vuelto invisible la aberración con la cual un mar, un océano infinito y avasallador de mensajes comerciales está recubriendo nuestros espacios urbanos. Desde el piso de las aceras hasta la punta de los techos de los edificios, una vegetación perversa, como en las selvas de las películas de Hollywood, va ocupando poco a poco pero incansablemente superficies, fachadas, techos, aleros, marquesinas, puertas, ventanas y balcones. Parece como si, en una alianza secreta, todos los comerciantes, todo el que pretenda vender algo, lo que sea y a quien sea, grande, chiquito o mediano, caro, costoso o barato, útil e imprescindible o inútil y superfluo, hayan emprendido una campaña definitiva para no dejar un solo espacio vacío, un solo metro cuadrado, sin un mensaje publicitario, sin una valla, sin un pendón, sin un cartel, una pinta, una escrita, un anuncio o un neón. Un abuso gigantesco, una agresión sin remedios, una desigual batalla visual está asfixiando a todos nosotros, inocentes e inermes ciudadanos. Y no se trata tan sólo de los espacios construidos. No, toda superficie está disponible: también los carros, los autobuses, los vagones del metro, los carritos de los perrocalenteros, los kioscos, ya están recubiertos de publicidad. No nos queda refugio donde escondernos. De las garras visuales de la publicidad no hay salvación. Lo grave es que no nos damos cuenta. Estamos irremediablemente insensibilizados. Nos parece justo y conveniente. Hay razones poderosas: la economía lo necesita, el progreso lo exige, la gráfica es activa y juvenil; sin publicidad, ¡qué fastidio!, el aburrimiento nos comería... Nos han convencido. Y vencido. Se nos ha olvidado que una cosa es cambiar el canal de la tele cuando nos molesta la publicidad y otra cosa es lo inevitable y definitivo de la cara de la muchacha de la cerveza (u otra parte de su anatomía) delante de nuestra ventana. La ciudad y sus espacios públicos son de todos y de cada uno de nosotros; imponernos sin nuestro permiso tal avalancha de basura visual es un abuso dictatorial. Es como si alguien nos obligara a colgar, permanentemente y bien a la vista, un afiche de publicidad en la pared de la sala de la casa. Porque la calle y la plaza son como la sala de la casa, no lo olvidemos. En Sao Paulo han prohibido las vallas, nos dicen. En Caracas, en Maracaibo o Valencia, deberíamos rescatar el sentido de urbanidad, de decencia visual, de orden democrático, inclusive con relación a la publicidad. Pero, además del atropello visual, frente al cual los ciudadanos estamos indefensos, nos preguntamos, desde el punto de vista ideológico y político, si no tiene importancia el contenido, el significado y la trascendencia de esta avalancha consumista; si al gobierno revolucionario y a sus instituciones no les afectan para nada las consecuencias de este martilleo constante y global que va deformando hábitos y acostumbrando conciencias. ¿O el consumismo es inocente y la publicidad no envenena?
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